Hogar.

Ya no necesito detenerme en cada esquina para saber hacia dónde voy. Sé cuál es el mejor café del barrio. Tengo una panadería favorita y una rutina los domingos. Y, sin darme cuenta, empecé a hacerme un hueco en este lugar. Pero a veces siento que nunca podré ser parte del todo. No tanto como quisiera.
Por más que pasen los años y por mucho que cambie, evolucione y aprenda, es innegable que llevo conmigo vivencias y recuerdos que me hacen distinta a los que me rodean. No hablo solo de los rasgos físicos o de la barrera de usar un idioma que no es el materno. Hablo de un choque cultural. De esos pequeños detalles que me delatan, de costumbres que aquí parecen ajenas, de momentos en los que me doy cuenta de que mi manera de ver el mundo está moldeada por otro lugar.
Cada maestrillo tiene su librillo, y yo llevo el mío bajo el brazo, con todo lo que mi madre me enseñó. Y vaya si me enseñó. Puede que por eso no pueda desprenderme de él. Porque es valioso para mí. Porque mis raíces me hacen ser quien soy.
Tal vez la pregunta no sea si alguna vez perteneceremos del todo, sino si podemos encontrar pedacitos de hogar en el día a día. Y si la respuesta es sí, entonces quizás ya esté un poquito más en casa de lo que creo.
¿A ustedes qué les ha hecho sentir que un lugar empieza a ser hogar? Las leo.